Los espasmos son el principal signo del Síndrome de West, una enfermedad que pertenece al grupo de encefalopatías epilépticas catastróficas, que afecta, principalmente, a niños menores de un año. Los prematuros y los nacidos con hipoxia neonatal (mala oxigenación cerebral) son más propensos a desarrollarla. Aunque los pronósticos no son alentadores, con una detección oportuna y un tratamiento adecuado, se pueden controlar los síntomas y mejorar la calidad de vida del pequeño.
Los pacientes con Síndrome de West se ubican en dos categorías: los sintomáticos, que presentan evidencias de afectación neuronal desde el momento del nacimiento, y los criptogénicos, que no suelen mostrar señales de algún daño cerebral previo. Los espasmos son tan leves, que pueden confundirse con cólicos o dolor abdominal, incluso un doctor sin experiencia, podría pasar por alto el diagnóstico, disminuyendo así las posibilidades de aplicar terapias específicas para esta condición.
Por estas y otras razones, los especialistas recomiendan a los adultos prestar la máxima atención posible al desarrollo del bebé en sus primeros meses. La información que ellos puedan suministrar sobre la evolución del recién nacido es crucial para detectar posibles anomalías. Desde el momento de la gestación, deben indagar sobre los procesos normales de crecimiento, para que puedan ser capaces de detectar cualquier retraso y comunicar al médico tratante.
¿Qué produce el Síndrome de West?
El Síndrome de West, que debe su nombre al científico inglés William James West, quien descubrió los síntomas en su propio hijo, se origina cuando ocurren lesiones cerebrales, específicamente en el encéfalo. Esas lesiones, que son causantes de la epilepsia, pueden surgir como consecuencia de la isquemia (interrupción del suministro de sangre al cerebro), o por la presencia de toxoplasmosis, rubéola o infecciones por herpes durante el embarazo.
Otra patología que podría dar paso al Síndrome de West es la esclerosis tuberosa, una afección cerebral que provoca la aparición de nódulos que desencadenan trastornos mentales, ataques y tumoraciones.
El Síndrome de West se presenta con mayor frecuencia en los varones, y los síntomas suelen aflorar entre los cuatro y siete meses de vida. Según cifras suministradas por diversos entes de salud, tiene una incidencia de 1 por cada seis mil bebés nacidos vivos. Es decir, integra la lista de las llamadas enfermedades “raras”, por su baja aparición.
Síntomas principales
Un infante con Síndrome de West generalmente presenta espasmos y contracciones repentinas en los músculos del cuello, extremidades y tronco. La duración de estos episodios es de 2 a 10 segundos, aproximadamente. Los movimientos bruscos pueden ir acompañados de gritos, muecas extrañas, problemas para respirar y otras complicaciones. Es necesario mantener la calma mientras esto ocurre. Atender al chico lo mejor posible y darle comodidad hasta que se tranquilice es vital. Los médicos aconsejan a las personas que estén a cargo de sus cuidados, que aprendan técnicas de primeros auxilios, pues es de suma necesidad evitar que se muerda la lengua, que se ahogue con la saliva o que se golpee la cabeza.
El Síndrome de West puede dejar secuelas muy graves como retraso psicomotor, parálisis en algunas partes del cuerpo (diplejia), microcefalia (circunferencia pequeña de la cabeza y parálisis de las extremidades (piernas y brazos). En situaciones severas, los lactantes se ven imposibilitados para realizar gestos comunes como sonreír. Se vuelven irritables y lloran constantemente sin razón. Muy pocas veces logran conciliar el sueño.
Algunos de los afectados por el Síndrome de West, han padecido antes el llamado Síndrome de Ohtahara que se determina al mes del nacimiento e involucra fuertes crisis de espasmos, retraso psicomotor y falta de respuesta a estímulos sensoriales. Esta condición podría desencadenar otra patología denominada Síndrome de Lennox-Gastaut, en la que también se tornan evidentes las convulsiones, con alteraciones serias en el comportamiento. Ambas requieren abordajes diferentes, pero están muy relacionadas con el Síndrome de West.
diagnóstico del Síndrome de West
Para tener un diagnóstico certero del Síndrome de West, se debe someter al niño a un Electroencefalograma (EEG), a través del cual se puede estudiar su actividad cerebral. También se debe realizar un ultrasonido craneal, para chequear rastros de hemorragias internas que hayan podido causar daños asociados con la epilepsia.
Una tomografía y una resonancia magnética también serán de mucha ayuda en el proceso de detección, puesto que permitirán obtener imágenes nítidas de todas las zonas del cerebro. Además, será necesario efectuar análisis de sangre, orina y punciones lumbares. Todo ello debe practicarse en cuanto se empiecen a notar los primeros síntomas para poder aplicar los correctivos que hagan falta.
Aunque hay casos de curaciones de Síndrome de West, lamentablemente las esperanzas de que todos los aquejados puedan alcanzar una vida normal son muy pocas. Usualmente quedan padeciendo de retraso mental y crisis epilépticas.
El apoyo, el acompañamiento y las terapias de rehabilitación son claves en el proceso de recuperación. Con ellas se reforzará el efecto producido por los fármacos antiepilépticos, que vienen a representar el pilar fundamental del tratamiento. Muchos casos hay con limitaciones de lenguaje, aprendizaje y caminar, por lo que resulta apropiado buscar ayuda especializada desde muy temprana edad.
La estimulación no puede faltar, así como el amor y la comprensión para con un pequeño que crecerá sintiéndose distinto a los demás. Hay que procurar que no se sienta rechazado y desvalorizado.
Si el tratamiento se aplica entre las primeras seis semanas del desarrollo del padecimiento, los resultados serán estupendos. De lo contrario, podrían surgir problemas respiratorios, hipertensión endocraneal y otras complicaciones que podrían ser fatales.
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